Mi madre tiene un dicho muy, muy gráfico (gráfico al borde de la arcada si te paras a pensarlo mucho rato literalmente) que, irremediablemente, me he tenido que aplicar más de una vez en mi vida: Indara, no escupas para arriba, que te puede caer en la cara. Y esta vez el escupitajo me dio en todo el ojo. Plaf.

¿Una personal shopper, yo? Pero si eso es para ricas que se aburren en su casa y para gente insegura, menuda tontería, con la de revistas que yo leo, ¿quién va a saber mejor que yo qué ponerme y lo que me queda bien? PLAF, PLAF y PLAF.

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Todo empezó hace unos meses en Madrid, un día que quedé para tomar un café con una novia nueva. Yo llevaba mi uniforme del día a día por Madrid, porque cada vez que voy no paro de correr de un lado a otro y no estoy para taconerismos. Esto es, unos pitillos, unos mocasines y una camiseta. No era para tirarme piedras, pero no era mi mejor look. Y, sobre todo, no es un look para trabajar, eso es así.

Y de repente llegan ellos, altísimos, guapísimos, vestidísimos, arregladísimos y maquilladísimos. Y majísimos. Y yo no pude evitar sentirme pequeña, torpe y desaliñada. Y empezar una entrevista con semejante arrebato de inseguridad no es la mejor idea, os lo aseguro. Y aunque todo fue muy bien, algo en mi cabeza hizo click.

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Y es que un cambio de trabajo conlleva necesariamente un cambio de imagen. Y más en mi caso, de pasar de trabajar de freelance en mi cueva y que mi único contacto con mis clientes de traducción fuese vía email (vale, también trabajé en Nintendo pero es que allí la gente iba hasta en pantuflas de casa, así que estamos en las mismas) a trabajar en el mundo bodas, con reuniones con novios, con sus familias, con proveedores, con eventos y asuntos varios, la cosa cambia, y mucho.

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Y de repente me sentí perdida y desorientada. Miraba mi armario y no sabía lo que valía y lo que no. Tenía la sensación de que se me había escapado una etapa, la que va de estudiante a profesional, porque nunca había tenido la necesidad de vestirme «de mayor». Siempre he ido más o menos mona, pero mona sport. No mona soy-una-superprofesional-seria-y-madura-sé-lo-que-quiero-tómame-en-serio. Y aunque tu actitud sea esa, si no lo acompañas con tu imagen, te quedas a medio gas.

Total, que estaba yo en plena crisis estilística y de repente me dice Baballa que Rosa, de El estilario, viene a Coruña. Y vi la luz. Vi la luz como en las pelis cuando un rayo intenso ilumina al protagonista y se escucha de fondo música de misa. No tardé ni treinta segundos en enviarle un mail de socorro. A Rosa la conocí en uno de los talleres de Vi luz y entré que organizamos el curso pasado y sabía que era majísima y supercercana. Porque si aún encima de estar en crisis das con una estirada de las que imponen pues mal asunto.

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Y Rosa llegó y yo fui feliz. Pusimos patas arriba los armarios, pero de verdad. No miramos así por encima las perchas ni me dio consejos generales, no. Sacamos cada percha, cada camiseta, cada jersey, cada bolso. Analizamos juntas prenda a prenda todo el armario. ¡Hasta las medias! Esto se queda, esto se va, esto está viejo, esto hay que arreglarlo, esto no te pega nada, ¿en qué momento decidiste comprarte este abrigo rojo con mangas abullonadas? Vale, esto último no me dijo así pero sé que lo pensó.

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En mi defensa tengo que decir que he vivido muchas temporadas fuera de España y he viajado, y siempre, siempre te acabas comprando cosas como guiri que al volver aquí no te explicas qué cable se te cruzó (os acordáis del chaleco rosa, ¿verdad?) pero que acaban formando parte de tu armario y ya de verlas te acostumbras…

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Una vez que teníamos todo el armario bien repasado, hicimos una lista de básicos que necesitaba, otros que había que sustituir porque estaban ya muy gastados y buscamos por internet ejemplos y tiendas online con las prendas que podrían cuadrar con mi nuevo estilo de vida. Me descubrió tiendas «fuera del circuito» que nunca hubiese ni mirado y así, a lo tonto, pasaron cuatro horas que me parecieron quince minutos. Mi armario quedó reducido a una cuarta parte pero a una cuarta parte genial porque es lo que necesito y lo que me quiero poner, sin perder el tiempo rebuscando entre morralla, que era mucha. Pero claro, era mi morralla y le tenía cariño, y sin su ayuda sé que no hubiera podido dar el paso.

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Resumen, que a riesgo de que te caiga un buen escupitajo en el ojo, si nos encontramos en una crisis (la que sea), nada mejor que pedir ayuda a profesionales que te saquen rápida y limpiamente de ella. Porque no somos supermujeres y no sabemos hacerlo todo ni podemos salir de todo solas. Y ya bastante tenemos de qué ocuparnos los emprendedores, si podemos delegar algo, aunque sea la ropa, ya es tiempo que ganamos para seguir pensando en lo importante, que es hacer cada día mejor nuestro trabajo. Para mí ha sido un tiempo y un dinero magníficamente invertido. ¡Ojalá todas las crisis se solucionan por 25 euros la hora! :) Rosa, mil gracias, ¡eres genial, genial, genial!

¡Un beso enorme y feliz martes!

Indara